De alguna manera este año quería volver. No es que quisiera entrar de nuevo por la puerta de la oficina, ni deseaba especialmente nada de lo que hay de nuevo cuando vuelves a la temida rutina. Simplemente este año quería volver.
Al acabar las vacaciones siempre he sentido que no quería volver y que me quedaría donde estuviese, fuera cual fuera el sitio, eternamente. Tampoco he viajado (en demasiadas ocasiones) a lugares exóticos o paradisíacos de esos que salen tanto en las redes sociales y de los que uno piensa: «Sí, claro que me quedaría aquí». Y aun así lo sentía.
Siempre me había pasado eso y siempre he vuelto con dolor a casa. Entiéndeme, con ese dolor con el que siempre se vuelve, a veces más, a veces menos. Ese dolor que se te instala en las costillas y puede, o no, dejarte respirar.
Pero esta vez quería volver. Inexplicablemente me di cuenta de que deseaba estar en mi casa, cuando se da la paradoja de que, cuando estoy sin salir de Madrid mucho tiempo me pasa justo lo contrario.
Deseaba estar en mi casa y en mi rutina. Esto es muy diferente de querer volver al trabajo. En mi caso esto último se da, pero con reservas, como en la mayoría de los casos que conozco. En cualquier caso respeto a quienes quieren volver a la carga desesperadamente, y sobre todo a quienes aman tanto lo que hacen que lo harían en cualquier circunstancia.
Pero ya te digo que no se trababa de que deseara volver a trabajar. Y tampoco echaba de menos el metro, ni las aglomeraciones, ni nada de lo que se supone que constituye el progreso en la gran ciudad. Tampoco echaba de más el verde del campo, ni el azul del mar.
Es que quería volver a mi casa. En esos 23 días de vacaciones me di cuenta de que me gusta mi casa, mi espacio, mi tiempo, mis sitios. Me gusta el lugar en el que leo, la esquina del salón desde la que veo el sol por la mañana, o desde la que adivino la claridad cuando es invierno. Me gusta el fuego pequeño sobre el que pongo la cafetera por las mañanas, y me gusta esa cafetera, que no es la misma que hay en las casas en las que paso las vacaciones.
Me gusta tener mi té a mano. Luego siempre bebo el mismo tipo de té hasta que se me acaba, pero me encanta saber que tengo para elegir. Y me gusta mi taza, que cambia según el día.
Me gusta tener a mano mis libros, no sólo los 10 o 12 que llevamos en el maletero para las vacaciones. Me gusta saber que tengo dónde poner mi portátil, y creo que nunca sería una buena nómada digital si tuviera que hacerlo en serio, porque me gusta mi espacio, casi siempre abarrotado de cosas; ese lugar casi sagrado de la habitación propia que tengo para mi uso y disfrute.
Y además de todo esto, lo que vi con mayor claridad fue que me gustaba mi rutina. Pero no aquello que pasa desde que salgo de casa hasta que me acuesto por la noche, sino lo que pasa desde que me levanto hasta que salgo de casa. Me di cuenta porque la eché de menos.
En uno de los telediarios que vi este verano, cuando se acercaba septiembre y comenzaban a decir lo mismo que dicen todos los años por esas fechas, un experto recomendaba que en las vacaciones se modificara realmente la rutina para que nuestro cerebro percibiera que había habido un cambio. Yo pensé que a buenas horas lo decía, pero me pareció curioso que, en mi caso, lo que yo había echado de menos en ese tiempo de vacaciones era justo eso que hago siempre: mi ratito de tiempo, que es solo mío, por las mañanas.
Nunca pensé que pudiera echar de menos un rato que a veces son solo 20 minutos, y que suele consistir en leer, o en escribir en mi diario personal. No hago mucho más, pero es mi momento, y me tranquiliza, porque cada uno de mis días trae su propio saco de preocupaciones, carreras y prisas.
No me preparo para el día con ese espacio de tiempo, y sé que quizá podría, o quizá debería.
O sí me preparo, según quién lo mire, y según lo que cada uno considere. La cuestión es que no es eso lo que pretendo. Lo que yo quiero en esos momentos es estar en paz, tranquila, yo, porque el resto del día, la verdad, a veces es una lata.
Eché de menos ese momento mío, porque en las vacaciones, y estando en familia, es un tiempo complicado de conseguir.
Y quise volver a casa porque sabía que, cuando las riendas del reloj volvieran a ser mías, cuando todo volviera a la normalidad, yo podría volver a mi rutina.
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¿Qué hay de nuevo? Volver a la rutina con buen ánimo. En mi periodo más optimista escribí este artículo, y quizá sea lo que necesitas tú en este momento. Nunca es tarde para hacer algo si la rutina ya se te viene encima de verdad. Yo, en esta reentré, estoy fallando en la parte de las listas y en la de relax, pero por lo demás todo bien.
50 minutos para mí: uno de mis experimentos de 2015, y que me funcionó durante un tiempo bastante largo. Esos minutos eran una delicia. Esto que yo hacía a última hora de la tarde es, más o menos, lo que ahora hago por la mañana. ¿Te interesa?