Menos mal que llevo siempre unas zapatillas deportivas en el coche. Si no, me hubiera perdido uno de los paseos más bonitos que he visto nunca.
El sábado, después de estar con Eloy Moreno durante la mañana y la comida (sí, Eloy Moreno, el autor de El Regalo) hicimos una pequeña ruta alrededor de Alarcón, que como está bordeado por el río es un pueblo al que, literalmente, puedes dar la vuelta.
Bajamos hasta el cauce del río para seguir por el sendero, que estaba muy bien señalizado, las cosas como son. Yo no me hubiera orientado ni por esas, porque lo que sé hacer es orientarme en el metro (aunque suene triste, a veces es útil también) pero P. tiene un sentido de la orientación que envidio mucho, que le viene de haberse criado en el campo, junto a una ladera llena de pinos que era (según él sostiene) el mejor parque del mundo.
Pese a todo yo no podía evitar mirar a todas partes, no fuera a ser que tomáramos el camino equivocado. Cosas de madrileña, supongo, aunque termine por confiar en quien sabe más que yo.
Me sorprendió el silencio. A la orilla del río, en el cañón que forma el Júcar rodeando Alarcón, el silencio es como un grito. Ese grito de la naturaleza que intenta hacerse oír por encima del resto de distracciones de la vida -de mi vida-. El silencio, que es tan difícil de encontrar en algunos momentos y en casi todos los lugares. Ya sabes, ese silencio que es de todo menos silencioso, porque están pasando tantas cosas alrededor que hablar de silencio es casi paradójico.
Silencio, no obstante, porque es lo más parecido a eso que podemos encontrar.
Me sorprendió también la limpieza del lugar. Acostumbrada a ver verdaderos destrozos en caminos y zonas de bosque de otras partes de España, aquello me pareció el paraíso. Vimos una lata oxidada, vimos un bidón que parecía llevar años allí, y algo a lo lejos que parecía una nevera en lo que era la peor zona. Pero en una hora de camino el balance fue solo ese.
Sé que es triste comentar esto en términos de alegría, o de felicitación, pero los humanos no solemos respetar mucho los lugares por los que pasamos ni a los que vamos a hacer una excursión. Por eso me dio la impresión de que estaba todo muy cuidado, o más cuidado que la mayoría de sitios de conozco.
Me sorprendió, por último, lo que vi en la margen opuesta del río. Allí se levanta una pared de roca que, por ese lado, cierra el cañón que rodea Alarcón. Y allí mismo, de roca en roca, desfilaban tres muflones; primero dos, en pareja, luego el tercero, que iba un poco más rezagado.
Mi ojo de ciudad apenas distingue estos movimientos, estos momentos preciosos de la Naturaleza. Mi ojo de ciudad no vio lo que se movía: un animal medio camuflado por el color de la roca que tenía detrás. P. se paró y me señaló a la primera pareja, que caminaba segura por el filo de las rocas, hacia nuestra izquierda.
Nos quedamos en silencio y quietos para que no nos oyeran ni nos vieran. Creo que nunca he visto tan de cerca un animal así. El río no es muy ancho y la distancia era relativamente corta. Se veían perfectamente.
Un poco más a la derecha, detrás de un arbusto, empezaba a aproximarse a la primera pareja un tercer muflón. Nos costó más verle pero su cornamenta se movía por encima de la zarza que en un principio le tapaba. Cuando llegó a nuestra altura, desde el otro lado del río, se paró y giró la cabeza hacia nosotros.
Nos miró. Fueron tres segundos. Quizá menos.
¿Crees que nos ha visto?
Susurré, porque seguíamos en silencio. Y quietos.
Y siguió su camino, siguiendo a la primera pareja, que ya se alejaba por la pared de roca.
Si no me hubiera calzado las zapatillas deportivas me hubiera perdido uno de los paseos más bonitos que he visto nunca: el de esos tres muflones, que caminaban por el cañón del Júcar, a los pies de Alarcón.
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Qué paseo tan bonito! 🙂
Pues sí, menos mal que llevabas las zapatillas deportivas! Y cómo se disfruta de ese silencio, ¿verdad?
Besotes!!!